Alternativas alimentarias para las mayorías

17/04/2018 - 11:09
Artículo de opinión de Javier Guzmán, director de Justicia Alimentaria
Publicado en la Revista Pueblos
 
 
Las políticas alimentarias y agrícolas de las últimas décadas, tanto globales como estatales, han provocado una crisis dramática en el ámbito de lo alimentario. Esta situación se convertirá definitivamente en un callejón sin salida si logra triunfar la actual oleada de tratados internacionales de libre comercio.

Las políticas agrícolas y alimentarias a las que hemos hecho referencia se basan en tres pilares: acaparamiento de los recursos de producción y sistemas de distribución por parte de grandes empresas, desregulación de los mercados alimentarios y trasferencia de la gobernanza alimentaria al sector privado globalizado. Podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que la salud y la alimentación suponen ya los dos campos de batalla más importantes entre el capital y los derechos de las mayorías.

Los efectos de estas políticas ya los conocemos. Se estima que 815 millones de personas sufren hoy hambre, lo que corresponde a un aumento de 38 millones con respecto al año anterior. Por otro lado, las cifras indican que en el mundo hay ya 124 millones de niños y jóvenes (entre cinco y diecinueve años) que sufren obesidad, diez veces más que lo que se registraba hace cuatro décadas. Si estas tendencias continúan en los próximos años, en 2022 habrá en el mundo más niños y jóvenes obesos que desnutridos. Solo estas cifras son suficientes para evidenciar que las actuales políticas han supuesto un absoluto fracaso en cuanto al cumplimiento del derecho a alimentación.

Ya sabemos, por las propias declaraciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que la alimentación insana basada en productos procesados es el mayor problema de salud pública a nivel mundial, y el causante del 21 por ciento de las muertes por enfermedad evitables. En el Estado español también: su impacto ya provoca más de 90.000 muertes y consume más del 20 por ciento del total del gasto sanitario. Nos encontramos en una situación de emergencia social.

¿Comemos lo que queremos?

Es obvio que el conglomerado alimentario industrial ha creado y desarrollado un sistema dual de alimentación en el que unas élites se alimentan cada vez mejor y una inmensa mayoría lo hace cada vez peor, pagando con su salud. Una estrategia, la suya, que se vehicula a través de dos ejes claros.

En primer lugar nos encontramos con lo “narrativo”: nos han hecho creer a todos y todas que el discurso neoliberal sobre la alimentación es cierto, donde pareciera que comer cada día fuera una elección libre, un tema individual, de gusto, de decisión propia, como quien compra un reloj o un teléfono, comparándolo con cualquier mercancía. La salud y la alimentación aparecen como una mera opción de vida, un estilo. Enfrente se encuentra “la práctica real”, que incide en el acceso de la mayor parte de la población a una alimentación insana e industrial, por motivos de renta o físicos.

En cuanto a la renta, los estudios que disponemos hablan de que en el Estado español el 45 por ciento de la población no posee lo necesario para acceder a una dieta saludable. A esto hay que sumarle que los alimentos ecológicos son de media entre un 30 y 35 por ciento más caros que los convencionales. En cuanto al acceso físico, podemos comprobar cómo numerosos barrios populares se han convertido en perfectos desiertos alimentarios, donde la densidad y cercanía de puntos de venta de alimentación industrial e insana es hegemónica y cada vez mayor, mientras se pierde la red de distribución de alimentos frescos en mercados locales, tiendas de barrio, etc.

Esta dinámica actual, que a buen seguro será incrementada exponencialmente por los tratados de libre comercio, supone una amenaza insostenible para las generaciones futuras y hace necesario reivindicar y poner sobre la agenda de debate público la creación y desarrollo de alternativas que desde el punto de vista de la producción, distribución y consumo permitan una vida vivible.

Este artículo incide específicamente en todo lo que tiene que ver con el acceso a la alimentación sana, que se ha convertido en el actual cuello de botella para extender un modelo de alimentación basado en la soberanía alimentaria. Aunque hable de la necesidad de alternativas, no quiero decir en absoluto que estas no existan, ya que disponemos de una red importante de alternativas económicas y sociales trabajando desde lo real, muchas de ellas desde hace años, y que no han esperado a que existieran políticas ni presupuestos.

Lo público en la alimentación

La primera reivindicación, por tanto, y aunque parezca una perogrullada, es la existencia de políticas alimentarias que potencien estas nuevas realidades y maneras de producir y alimentar, que aseguren el control de la alimentación por parte de la ciudadanía a través de la creación de espacios de participación política y gobernanza de los actores involucrados en la alimentación, campesinado, consumidores, padres y madres de alumnos, ONG, organizaciones sanitarias, medioambientales, etc. Es decir, reivindicar el papel de lo público en nuestra alimentación. En este punto toma especial trascendencia la ciudad y su rol en la cadena agroalimentaria, y por tanto el poder municipal como punta de lanza para la transformación, en algo que podríamos denominar como municipalización o remunicipalización de lo alimentario.

Para transformar el actual sistema alimentario hemos ido respondiendo a las preguntas ¿qué producimos?, ¿dónde producimos? y ¿quién produce? Ahora debemos dar respuesta a la última de ellas: ¿para quién producimos?

El gran reto es cómo organizar el abastecimiento de alimentos para amplias capas de la población de las grandes ciudades de una manera sostenible, tanto en términos de flujos energéticos como logísticos especializados. La alimentación de las ciudades depende en la actualidad de manera mayoritaria de las grandes cadenas de distribución. En el Estado, más del 70 por ciento, provocando una rápida desaparición de miles de tiendas de barrio. Este tipo de consumo ha ido transformando las ciudades, desconectando la alimentación de los propios barrios y llevándonos inexorablemente hacia una forma de consumo que es insostenible tanto para las y los agricultores, en términos económicos, como para las personas consumidoras, en términos de salud.

En el Estado español, por ejemplo, el 60 por ciento del beneficio del precio final del producto se queda en la gran distribución, mientras la renta agraria media se encuentra por debajo de la de 1990. Del lado de las y los consumidores, vemos cómo el precio de alimentos como las frutas y las verduras ha aumentado un 300 por cien durante los últimos años en la mayor parte del mundo. En cambio, el precio de los alimentos calóricos, que favorecen el sobrepeso y la obesidad, se ha reducido a la mitad en el mismo período, lo que ha provocado una crisis de obesidad y de enfermedades relacionadas con la mala alimentación.

Los retos de las alternativas en marcha

A pesar de este poder hegemónico de la distribución, los últimos años hemos visto cómo la tendencia por el consumo ecológico y local se ha abierto paso a través de diferentes alternativas, como cooperativas de consumo y compra pública de alimentos. No obstante, todas ellas se encuentran con el limitante de la propia capacidad de expansión de su experiencia y, por tanto, de su multiplicación.

Nos encontramos así en estos modelos alternativos algunas paradojas difíciles de resolver. Por un lado, la fragmentación de las experiencias, que dificulta la coordinación; las “deseconomías”, debidas a la pequeña escala, que en ocasiones encarecen el producto; la necesidad de tiempo y voluntarismo, que no siempre es posible para las personas productoras y consumidoras, y, por último, las carencias a nivel logístico, que provocan un mayor impacto en costes.

No obstante, a nivel internacional merece la pena pararse y ver qué iniciativas están llevándose a cabo en otros países, para observar cómo una de las más viables e innovadoras es la creación de centros regionales de distribución alimentaria o HUB alimentarios, apoyados por las administraciones públicas. Llevan años funcionando en ciudades de Estados Unidos y de Europa, como es el caso de la ciudad de Turín, con su Food Hub To Connect (FHTC). Se trata de un proyecto de innovación social, ganador de la convocatoria Smart Cities and Communities and Social Innovation de 2013, gestionado por el MIUR (Ministerio de Educación e Investigación italiano). Otro ejemplo de iniciativa innovadora ha sido la creación en Vancouver de una red de almacenes logísticos alimentarios por barrios en manos campesinas.

El objetivo de estas iniciativas es el de superar los límites del sistema de alimentos local, con el fin de garantizar una mayor sostenibilidad y favorecer una creciente localización de la producción y del consumo. Este tipo de proyectos puede realizar diferentes servicios que ayuden a racionalizar el proceso logístico de los productos locales con cadena de distribución corta. Lo hace a través de una doble vía: agregar oferta y demanda, por un lado, y por el otro poner en contacto a todos los actores para generar una sistema distribución que llegue a puntos de venta clave como los mercados locales, tiendas de barrio y compra pública de alimentos. Además, este modo de hacer podría resolver el limitante del acceso por causa del precio, ya que ha demostrado su eficacia para abaratar costes.

Junto a estas medidas, hay otras que deben acompañar una verdadera política pública de alimentación saludable, que deshaga el actual marco normativo, agresivo, y que cambie la actual narrativa de elección libre de productos a un enfoque basado en derechos.

Estas medidas son de dos tipos: unas, limitadoras, como eliminar todos los máquinas de vending de los centros públicos, hospitales, escuelas; otras, más complejas, que tienen que ver con la necesidad de compensar la distribución de puntos de venta de alimentación saludable en barrios populares. Si a todo el mundo nos parece obvio que por cada mil habitantes exista un centro de salud, algo similar debería ocurrir con la alimentación.

La administración pública (en especial los ayuntamientos) debería realizar un diagnóstico de su territorio y establecer medidas de acción concretas que aseguren un número suficiente de puntos de venta de alimentación cercana y fresca a un precio adecuado. En países como Francia, por ejemplo, existen numerosas iniciativas desde la economía social y solidaria que conectan esta necesidad con la vinculación de producción local a través de circuitos cortos. Puntos de venta que, además, se convierten en focos de irradiación de educación y conocimiento alimentario, así como de reconexión con el entorno rural. Se trata de entender que establecer proyectos como la creación de redes de mercados campesinos, mercados municipales o tiendas de barrio es en realidad un servicio básico para la población. Los ayuntamientos tienen competencia sobre ello.

Necesitamos, por tanto, una amplia y diversa red de abastecimiento de alimentación dirigida a las mayorías sociales, que se articule desde la economía social y solidaria y que sea apoyada por políticas públicas que vuelvan a incluir el derecho a la alimentación como una obligación.


Javier Guzmán, director de  Justicia Alimentaria  

Artículo publicado en el nº76 de Pueblos – Revista de Información y Debate, primer cuatrimestre de 2018, monográfico “Tratados comerciales, ofensiva contra nuestras vidas”.