Artículo de opinión de Javier Guzmán, director de Justicia Alimentaria
Publicado en Nuevatribuna.es
Desde el inicio de esta crisis del coronavirus, uno de los temas más importante que están preocupando a la población, a parte del impacto de la propia enfermedad, es la seguridad en nuestra cadena de abastecimiento de alimentos. Poco después del estado de alarma, aparecieron las imágenes de las colas en los supermercados, desabastecimiento en los lineales, y esta angustia, como es obvio, se ha trasladado como una ola a los diferentes países amenazados por el virus.
Rápidamente, los gobiernos y los medios de comunicación salieron a darnos un mensaje unívoco y unísono. Las cadenas de supermercados aseguran la llegada de alimentos. Esas cadenas de distribución, importación y exportación, agroindustria, intermediarios, etc… que días antes estaban en el centro de la diana de las reivindicaciones del campo como uno de los causantes de su enorme crisis ahora aparecen como imprescindibles, y en cierto modo es así, porque no nos queda otra, es el modelo dominante.
Con este mensaje, la población parece haberse tranquilizado, y volvemos a la normalidad. Ya está, en pocas horas nos han trasladado eficazmente el mensaje que tenemos garantizado el suministro. ¿Pero esto es así? ¿No hay riesgos en la cadena alimentaria? ¿Qué ocurriría si los países empiezan a cerrar fronteras, o simplemente a almacenar producción y alimentos por miedo a la escasez?
Según información del diario Bloomberg, varios países ya han empezado a acumular reservas de alimentos y cosechas, así Kazajastán uno de los mayores productores de trigo ha prohibido su exportación, Vietman también ha suspendido temporalmente los suministros de arroz. Aún no sabemos si esta situación es solo puntual y marginal, o se convertirá en un movimiento que rompa la cadena global de comercio de alimentos, y entremos como en el 2008 en una crisis alimentaria por la súbita y dramática subida de precios de alimentos básicos, pero la propia FAO acaba de avisar que el avance del coronavirus está afectando al suministro como a la demanda de alimentos.
Tanto por el impacto de la propia enfermedad, la falta de movilidad, la limitación del transporte o la falta de acceso a crédito de los productores podría causar episodios de falta de seguridad alimentaria, sobre todo en los países más empobrecidos.
La realidad es que en el caso español y europeo tenemos una extraordinaria dependencia de los mercados exteriores y de la importación de alimentos, y no sólo eso, sino que se basa en la mano de obra inmigrante, en muchas ocasiones absolutamente precarizada y que ahora por el cierre de fronteras no puede llegar. Unos hechos que comprometen buena parte de la campaña de recolección de fruta, lo cual nos muestra que la exposición de nuestro sistema alimentario es muy alta. Casi una cuarta parte de la afiliación a la seguridad social del régimen especial agrario es de nacionalidad extranjera. En algunas zonas, como Huelva, Almería, Murcia o Albacete, ese porcentaje sube al 40% y en zonas hortofrutícolas y temporadas concretes depende hasta el 90% de temporeros y temporeras que se desplazan. Tanto así que en Alemania ya han sonado las alarmas que debido al cierre de fronteras la cosecha de fresa y espárrago ya están en peligro.
Ahora solo cabe buscar soluciones de urgencia como regularizar a los tan perseguidos inmigrantes irregulares que ya están aquí. Es bueno saber que nuestra alimentación dependerá de los inmigrantes que se quiere expulsar.
En realidad este sistema, se basa en petróleo barato, en los llamados alimentos kilométricos y para hacernos una idea la media de la distancia recorrida de un alimento antes de llegar a nuestro plato es de 5.000 km. Puede existir la tentación de asociar los alimentos kilométricos a los llamados «productos del postre colonial», es decir: café, azúcar, cacao o té, por ejemplo. En realidad esos productos son minoritarios en el ir y venir alimentario español o europeo. Si seguimos agrandando el zoom, nos encontramos con alimentos tradicionalmente locales pero que sabemos que cada vez vienen de más lejos (garbanzos, lentejas, trigo, naranjas, manzanas, uvas, melones, etc.).
Si nos situamos, por ejemplo, en Barcelona, a través de los kilómetros recorridos por esos 5 productos (manzanas, uvas, arroz, patatas y gambas), hemos dado casi una vuelta al mundo (39.000 km), cuando en realidad todos estos productos se podrían encontrar en un radio de menos de 100 km de la ciudad. En los últimos 10 años, la importación de alimentos en el Estado español ha crecido el 66%.
A partir de los datos que conocemos podemos calcular, a modo de ilustración, el día del año en el que dejamos de tener alimento propio y empezamos a consumir alimento importado, una suerte de día de la dependencia. Por ejemplo, trigo tenemos hasta el 1 de febrero, a partir de esa fecha, todo es importado, maíz hasta el 22 de junio, lentejas hasta el 1 de marzo, judía verde el 27 de febrero, leche hasta el 20 de agosto...y así una lista interminable... de nuestra alimentación básica que depende de la importación de terceros países.
Llegados a este punto, creo que necesitamos poner el debate sobre la mesa y debatir, si es verdad que esté sistema actual, globalizado, realmente es tan seguro, o hay una buena parte del mensaje que descansa en una marco ideológico neoliberal, pues sabemos que los sistemas alimentarios locales, más territorializados y basados en mercados internos y locales son más resilientes y claves para lograr la seguridad alimentaria de la población y luchar contra el cambio climático.
Ahora no contamos con un sistema basado en nuestra soberanía alimentaria, sino que estamos atados a un modelo que se caracteriza por un control de la cadena alimentaria en condiciones de oligopolio por unas cuantas empresas multinacionales de la gran distribución y la agroindustria. Un modelo que deviene frágil en crisis globales como la que vivimos, pero que además es inviable en términos de cambio climático, en términos de salud en cuanto a su implicación en el cambio de dieta y aumento de enfermedades, así como causante del proceso de vaciamiento y crisis del mundo rural.
Sabemos por si fuera poco, que este modelo alimentario es además dependiente de los mercados financieneros y en los momentos de crisis, volatilidad, incertidumbre, son la gasolina con la que funcionan estos mercados para ganar dinero con la alimentación, y nos acordamos que después de la crisis especulatoria de alimentos del 2008, los países miembros del G20 y la UE no llegaron a regular ni limitar estos mercados ni las prácticas salvajes de especulación, y la situación en este momento vuelve a ser peligrosa.
Por el momento es urgente que la Unión Europea y los estados del G20 acuerden el control, la regulación y transparencia de los mercados internacionales de alimentos y exigir a la banca que no comercialice productos basados en el precio de los alimentos para evitar los movimientos especulatorios que a buen seguro se van a dar y no acabemos inmersos además en una crisis alimentaria.
Cuando salgamos de esta crisis, van a tener que cambiar muchas cosas y una de ellas debería ser recuperar nuestra soberanía alimentaria y apostar de una vez por sistemas alimentarios locales.