Artículo de opinión de Javier Guzmán, director de Justicia Alimentaria
Publicado de manera original en soycomocomo.es
Parece que poco a poco ha ido calando, en la mayor parte de la población, que nuestras dietas basadas en alimentos procesados y ultraprocesados nos enferman. La pregunta es por qué, si lo tenemos claro, y si este mensaje ya ha llegado a la mayor parte de población trabajadora, los índices de consumo de alimentación procesada siguen creciendo.
Creo que la razón habría que buscarla en que los poderes públicos han equiparado la alimentación con cualquier producto de consumo, cosa que fortalece la industria alimentaria y sus beneficios, y han abandonado totalmente la dimensión de “bien público” y trascendencia que tiene la alimentación en la salud de las personas.
Lo que dicen los datos es que, si comemos tan rematadamente mal, es porque la alimentación sana se aleja cada vez más de las clases trabajadoras, cosa que reduce nuestro acceso a ella. Y esto viene determinado por dos variables que se interseccionan y se alimentan. Por un lado, la falta de renta para comprar comida fresca y, por otro lado, la reducción de los tiempos dedicados a cocinar estos alimentos. Esta última también viene determinada por la clase social: a menos renta, menos tiempo disponible.
En cuanto a la renta, no hay mucha discusión, hay decenas de informes que lo certifican, las personas con menos renta comen peor y enferman más. En cuanto a la importancia del tiempo, no ha sido tan estudiada y, sin embargo, es determinante.
Así lo expresa el estudio Time Spent on Home Food Preparation and Indicators of Healthy Eating: una mayor cantidad de tiempo dedicado a la preparación de alimentos en el hogar se asoció con indicadores de mayor calidad de la dieta, incluida una ingesta significativamente más frecuente de verduras, ensaladas y frutas. Además, el estudio también evidencia que los hogares con mayor renta dedican más tiempo a la cocina que los trabajadores y autónomos.
En nuestro país, según el estudio Cocina: actitudes y tiempo que los consumidores emplean en ella, de la empresa de investigación de mercados GFK, dedicamos a cocinar una media de 6 horas y 20 minutos a la semana, 28 minutos menos que hace tan solo 5 años.
El origen de esta progresiva disminución de nuestro tiempo de cocina hay que buscarlo a mediados del siglo pasado, donde tuvieron lugar dos cambios de enorme trascendencia para nuestra alimentación: por un lado, la incorporación masiva de las mujeres al mundo laboral y, por otro, el desarrollo de una agricultura y alimentación industrial que trajo consigo la aparición de los productos procesados baratos.
La incorporación de las mujeres al mercado laboral, además del tiempo dedicado al transporte, el aumento de la jornada de trabajo o de estudio y la enorme fragmentación y diversidad de horarios ha generado una enorme tensión, como ya sabemos, en el tiempo dedicado a los cuidados. Esto hace que el tiempo se haya convertido en este momento en uno de los factores más importantes que determina nuestra alimentación, con todas sus consecuencias.
Pero, además, una parte de ese tiempo que las mujeres han perdido para cocinar no ha sido ocupado por los hombres de una manera equitativa, en nuestro país las mujeres cocinan más que los hombres: 7 horas y 25 minutos frente a 5 horas y 15 minutos. Y cuando además las dos desigualdades se cruzan, renta y género, se generan auténticos abismos de desigualdad en salud alimentaria.
Y no solo eso, sino que el significado de cocinar y dedicar tiempo a comprar los alimentos ha cambiado, ha pasado de ser algo central en nuestras vidas a una cuestión de consumo, a un simple acto de comer, y esto lo comprobamos porque cada vez dedicamos menos tiempo a estas actividades. Además, se ha provocado una pérdida como nunca en la historia de conocimientos culinarios y de transferencia a las generaciones más jóvenes. A cocinar se aprende en la cocina, con tu familia.
A cocinar se aprende en la cocina, con tu familia.
Esta falta de tiempo no se soluciona con revistas de cocina, robots, programas de televisión, etc., se trata de la necesidad de un cambio radical de la disponibilidad de tiempo para nuestros cuidados y la revisión del equilibrio con la función productiva. La necesidad de alimentarnos mejor empuja, junto a otras necesidades reproductivas, en la dirección de establecer urgentemente regulaciones y políticas públicas de reducción de jornadas laborales y racionalización de horarios comerciales, parrillas de televisión, etc.
Justamente ese desequilibrio es el que ha sido aprovechado por la gran industria alimentaria procesada para vendernos un extenso catálogo de productos comestibles, de preparación rápida y fácil. Productos que permiten ahorrar tiempo y, además, tener un plato en la mesa sin que haga falta tener apenas conocimientos culinarios.
Por tanto, cada vez cocinamos menos y cada vez cocinamos peor, lo cual nos discapacita y nos convierte en absolutos esclavos de un tipo de alimentación que nos enferma. Para salir de este bucle infinito, no queremos más gurús que hagan propaganda de healthy food, lo que realmente necesitamos es que nuestros gobernantes se tomen en serio el derecho al acceso a la alimentación sana por parte de las clases con menos renta. En definitiva, que tomen cartas en el asunto, sea con políticas de IVA cero para los productos frescos y saludables, con subsidios directos para la compra de alimentos o con un avance radical en las políticas de conciliación, reducción y racionalización de los horarios laborales. Queremos avanzar en una efectiva igualdad de género. Tiempo, igualdad y alimentos, eso necesitamos.