A estas alturas, después de haber sufrido varias oleadas de las llamadas revoluciones verdes, sabemos que el actual sistema alimentario mundial no ha sido capaz de cumplir con el que debe ser su objetivo principal que no es otro que alimentar a las personas. Las cifras hablan por sí solas. Este año más de 1.000 millones de personas sufrirán hambre. Pero no sólo eso, sino que este modelo de agricultura industrial —con sus grandes multinacionales, paquetes tecnológicos, créditos, semillas transgénicas, alimentos kilométricos— es uno de los causantes del actual proceso de cambio climático. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) estima que la agricultura es responsable de cerca del 14% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero (GEI), un volumen similar al originado por el sector del transporte. Pero, a este porcentaje además hay que sumarle las emisiones provenientes de la fabricación de fertilizantes, transporte, envasado y distribución de alimentos, llegaríamos a una cifra del 40%.
Esta crisis climática repercute directamente en la generación de más hambrientos y expandiendo los efectos de la crisis alimentaria que están viviendo numerosas poblaciones. Nadie pone en duda que la producción agrícola no puede menguar en las próximas décadas si se quiere resolver la demanda producida por el crecimiento demográfico. Hay, sin duda, un consenso internacional sobre la necesidad de abordar este asunto de manera urgente y está en las agendas de gobiernos, organismos internacionales y sociedad civil... Pero, si bien está en sus agendas, podríamos decir que no de la misma manera y, además, con objetivos bien distintos. Unos ven esta situación como una necesidad urgente a resolver. Son los movimientos campesinos y organizaciones como la propia FAO, que tienen en común la reivindicación de un cambio en el modelo alimentario actual hacia otros más sostenibles, descentralizados y de base campesina. En definitiva, una apuesta por el modelo de producción agroecológica como única vía posible para luchar contra el hambre y el cambio climático.
Esa apuesta ha pasado de verse como “alternativa” a convertirse en la solución más clara, evidente y factible a estos enormes retos. Y en los últimos ha quedado ratificada de manera científica. Cómo ejemplo de esto, podemos ver el informe anual del Relator especial sobre el Derecho a la Alimentación, Olivier de Shutter en el año 2011, donde se demostraba que la producción agroecológica dobla y triplica el rendimiento de las técnicas industriales.
Otro ejemplo sería el estudio sobre el actual modelo agrícola que nos lleva a un callejón sin salida, de Wilian Cline, Global Warming and Agriculture, donde habla de una reducción del potencial de producción agrícola en un 3% para el 2080, siendo para África del 16%. Sin embargo, otros ven en este aumento demográfico, crisis alimentaria y climática una oportunidad de negocio que no se puede dejar escapar. ¿Se imaginan el beneficio que se puede obtener de alimentar a 9.000 millones de personas que se estima que habitarán el planeta en 2050? En este nuevo Dorado se han zambullido desde hace años grandes multinacionales del agronegocio, promotoras de la agricultura industrial y fundamentalmente de las semillas transgénicas. Unas empresas que en la última década están desarrollando distintas estrategias en alianza con estados ricos y organizaciones internacionales, como el Banco Mundial y fundaciones privadas “filantrópicas” que, con la excusa de acabar con el hambre y luchar con el cambio climático, intentan (de nuevo) imponer el modelo fracasado de revolución verde, pero esta vez de una manera más sutil, utilizando los programas de cooperación internacional.
El fracaso de tal modelo agrícola ha quedado demostrado en numerosos estudios, pero si acaso quédense con este reciente de 2013: Sustainability and innovation in staple crop production in the US Midwest, dirigido por dirigido por Jack Heinemann de la Universidad de Canterbury, Nueva Zelanda. En él, se describe cómo el sistema básico de cultivo del Medio Oeste de los Estados Unidos —donde predominan los cultivos modificados genéticamente—, se está quedando atrás con respecto a otras regiones de desarrollo económico y tecnológico similares. Europa Occidental, por ejemplo, supera a EE UU (y Canadá) en cuanto a rendimientos, diversidad genética y resiliencia de los cultivos, así como el bienestar de los agricultores. Pues bien, ciertas multinacionales, de la mano del Banco Mundial, han encontrado una nueva estrategia para que los países más empobrecidos adopten este tipo de agricultura. Y lo hacen a través de financiaciones millonarias. Tienen prisa. Están observando que la agroecología se va abriendo paso en foros sociales, económicos y científicos.
Recientemente, esta nueva estrategia ha dado un paso más con el lanzamiento de una campaña y financiación para lo que han venido en llamar “agricultura climáticamente inteligente”, que presentan como solución para resolver el cambio climático e incrementar el ingreso de los campesinos pobres. Pero es lo mismo de siempre: ahondar en los postulados de su modelo industrial. Para ello, el pasado septiembre se lanzó en Nueva York la Alianza Global para la Agricultura Climáticamente Inteligente, que tiene como novedad que se compensará a este tipo de programas bajo ese título con créditos en los mercados de carbono. Unas prácticas que promueven la especulación con la compraventa de emisiones y el acaparamiento de tierras.
Con ese sugerente nombre se nos invita a creer que el pequeño campesino del Sur está creando una barricada contra el cambio climático, siendo sus suelos secuestradores de carbono. Más aún, estarían aumentando su capacidad de resiliencia, fortaleciendo su soberanía alimentaria y recibiendo cuantiosos ingresos. Nada más lejos de la realidad. Por un parte, sabemos que no hay prueba alguna de que los mercados de carbono hayan contribuido a disminuir las emisiones derivadas de los combustibles fósiles en todo el mundo. Lo único que han hecho es desplazar la responsabilidad de hacerlo a los países del Sur. Mientras que los ricos no solo han aumentado sus niveles de contaminación, sino que además hacen negocio de ello. Por otro lado, vemos que en aquellos lugares donde se han iniciado este tipo de proyectos —como el promocionado por el Banco Mundial en Kenya y con la participación de la Fundación Sygenta—, ha servido fundamentalmente para cambiar las variedades autóctonas de maíz por otras híbridas y, por tanto, asegurando el suministro de agroquímicos necesarios para este tipo de cultivos.
Frente a esta nueva amenaza es necesaria una reacción rápida de los movimientos sociales, organizaciones científicas, ONG de desarrollo y organismos internacionales, que puedan desenmascarar este tipo de prácticas. En este sentido, la propia FAO expresó recientemente en un congreso sobre Agroecología la legitimidad científica de esta. Así, el director de este organismo, Da Silva, citó una carta firmada por 70 académicos que se oponen abiertamente al modelo de agricultura climáticamente inteligente. Y promovían, sin embargo, la legitimidad científica y social de la agroecología.
Con todo, ahora que la Alianza está lanzada —y que en breve empezaremos a ver sus iniciativas y a las agencias de cooperación incluirlo en sus propuestas— es imprescindible un llamamiento a la movilización a las ONG, las organizaciones campesinas y la sociedad civil en general, para no dejarnos vencer con esta nueva amenaza. Que no nos engañen: la agricultura climáticamente inteligente está creada para servir a dos objetivos, a saber, engordar los mercados de carbono y aumentar las ganancias y el control de la agroindustria. Por el contrario, la agroecología tiene como objetivo asegurar la alimentación de sus poblaciones y generar sistemas sostenibles. No son dos modelos distintos ni complementarios como nos quieren hacer creer, sino antagónicos.